II PARTE
Pastor Iván Tapia
Lectura Bíblica: 1 Juan 3:1-3
Propósitos de la Charla: a) Aprender a vivir en esperanza; b) Asimilar el significado e importancia de ser llamado “hijo de Dios”; c) Aceptar y comprender la condición de “desconocidos para el mundo de hoy”; d) Asumir la esperanza de la manifestación de Jesucristo y los hijos de Dios; e) Vivir en santidad y en consecuencia con la esperanza cristiana.
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. / Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. / Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.” (1 Juan 3:1-3).
Hubo en Israel un joven de origen humilde y hermosa presencia, cuya ocupación fue atender los rebaños de su padre en las llanuras de Judá. Pasaba su tiempo, mientras vigilaba al carnero, con sus instrumentos musicales, la flauta y el arpa. Era muy valiente y se enfrentaba a las fieras salvajes. En cierta oportunidad con su propia mano y sin ayuda mató a palos a un león y a un oso, cuando intentaron atacar su rebaño. Mientras el joven se involucraba cada vez más con el trabajo de pastor, un sacerdote realizó una visita a su ciudad. Allí ofreció sacrificios y convocó a los ancianos de Israel y a la familia del joven. Allí el sacerdote y profeta reconoció en el joven pastorcillo al elegido de Dios, señalado para suceder en el trono al rey, quien se estaba alejando de los caminos del Señor. Le ungió entonces con aceite en su cabeza de acuerdo a la ley. Tras este suceso, regresó a su vida como pastor de ovejas, y el Espíritu del Señor le acompañó desde ese día en adelante, pero el Espíritu del Señor se alejó del rey. No mucho después de este suceso, el pastor fue enviado a calmar con su arpa el atormentado espíritu del rey, quien sufría los ataques de un espíritu malo. El joven logró dar alivio al rey con su arpa de forma que este comenzó a sentir afecto por él. Después de esto, destacó en las guerras contra los enemigos filisteos. Ya un joven, venció a un gigante campeón de los filisteos sólo con su honda y sin armadura. Cortó la cabeza del gigante con su propia espada. El resultado fue una gran victoria para los israelitas. Sin embargo, la popularidad que el joven consiguiera con su heroísmo despertó los celos del rey, la cual se hizo notar en varias formas. Fue creciendo en el rey un odio hacia la persona de David, y urdió varias estrategias para acabar con su vida. No obstante, todos los complots del cada vez más enfurecido rey fueron inútiles. La admiración del pueblo por el joven héroe aumentaba, al igual que la del hijo del rey con quien tenía una profunda amistad. El rey llegó al extremo de ordenar a todos sus ejércitos mandar a matar al joven pastor y músico sea donde fuera, lo que le obligó a esconderse y huir. Durante largo tiempo la vida de este muchacho sería la de un fugitivo. Había sido ungido por el sacerdote y profeta, llevaba en sí la unción de rey, pero nadie le reconocía como tal, ni él mismo acertaba a comprenderlo. Tendría que sufrir mucho y formar su carácter para llegar a ejercer el llamado que Dios había hecho a su vida. Un día habría de manifestarse quien era él, mientras tanto sólo viviría en esperanza. Esta es la historia del joven David y el rey Saúl (1 Samuel 16, 17, 18)
En varios aspectos se parece este relato a la vida de los cristianos de hoy, que hemos sido ungidos por el Espíritu Santo y llevamos Su poder en nosotros, mas no siempre es manifestado ese poder; que hemos sido nombrados reyes por Dios, pero no gobernamos en este mundo; que sufrimos persecución, burla y rechazo hoy día pero un día será manifestada nuestra verdadera identidad. Así como David tenía una identidad de rey escondida, los cristianos guardamos nuestra identidad de reyes y sacerdotes de Jesucristo, hasta el día de su plena manifestación.
La felicidad humana, según la Sagrada Escritura, se funda primeramente en el temor de Dios y la obediencia a Sus mandamientos, o sea la Sabiduría de Dios. Jesucristo es la encarnación de esa Sabiduría Divina. Hoy veremos un segundo aspecto clave para nuestra felicidad eterna: la Esperanza.
Los discípulos de Jesucristo fundamos nuestra felicidad en la esperanza de que un día se manifestará quienes somos realmente.
1. Los cristianos somos “hijos de Dios”.
La primera epístola de San Juan fue escrita en Éfeso, para ser leída en las iglesias del Asia Menor. Su propósito es recordarles a los discípulos que Dios nos les ha dado vida eterna, la cual se encuentra en Su Hijo; por lo tanto para tener la vida hay que tener a Jesucristo (1 San Juan 5:11,12).
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre” (v.1) apunta el apóstol San Juan. Él era el menor de los apóstoles, los discípulos más cercanos a Jesús, y aquella experiencia de convivir con el Maestro había dejado profundas huellas en su vida. San Juan conoce a Jesucristo, sabe quien es él: el Verbo de Dios, el Hijo de Dios hecho hombre. Sabe, también, que en él, en Jesús, se ha demostrado el gran amor de Dios para con la Humanidad. Es clásico el pasaje en que manifiesta: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo Unigénito para que todo aquel que en él crea no se pierda, mas tenga vida eterna” (San Juan 3:16). Una vez más está haciendo una declaración similar: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre”. Es necesario que todo cristiano y cristiana tome conciencia del gran amor de Dios. El Padre nos muestra Su amor de muchas formas: a) dándonos vida y prolongando nuestros días saludables en esta tierra; b) concediéndonos una familia formada por padres, esposo/a, hijos y nietos; c) ofreciéndonos trabajo y todo tipo de actividades útiles para nuestro desarrollo personal integral; d) satisfaciendo nuestras necesidades básicas de alimento, vestuario, habitación, etc., por nombrar algunos de sus numerosos beneficios para con nosotros.
Pero en este versículo está indicando otro beneficio, quizás más importante que todos los anteriores:
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (v.1). Tenemos un privilegio superior al de cualquier ser humano. Recordemos lo que el mismo San Juan expresa en su Evangelio: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (San Juan 1:12). No cualquier persona sobre esta tierra puede decir “yo soy hijo de Dios”. De un modo genérico cualquier ser humano puede afirmar “soy un/a hijo/a de Dios” en el sentido de que todos somos seres creados por Él. Pero en el sentido bíblico ser un hijo de Dios implica tener las mismas virtudes del Padre. Lo que a una persona la identifica como hijo o hija de otro es cierto parecido, mayor o menor, al progenitor. Lo que distingue a nuestro Dios es su enorme sabiduría; si usted vive de acuerdo a Su sabiduría, es probable que sea un hijo de Dios. A Dios lo distingue Su justicia; un hijo de Dios es aquél que es considerado justo por Dios, el que ha sido justificado y actúa en justicia. Otra característica de Dios es la santidad; Él nos ha declarado santos y nosotros buscamos vivir santamente para ser agradables en Su Presencia, aunque sabemos que somos pecadores, pero nos ha sido imputada la santidad de Jesucristo. Otra característica o virtud de Dios es la verdad, Él mismo es la personificación de la Verdad; quien se comporta con verosimilitud, quien es verdadero, asertivo, franco, honesto, es probable que sea un hijo de Dios siguiendo a Jesucristo, el Testigo Fiel y Verdadero. El verso que nos ocupa declara varios asuntos relativos a ser hijo de Dios. 1. Para ser hijo de Dios hay que recibirlo. Si usted no ha recibido a Jesucristo en su casa, esto es en su interior, si no ha hecho una apertura de su corazón para anidarlo dentro de usted, no puede ser hijo, sólo es una criatura. 2. Para ser hijo de Dios hay que creer en Jesucristo. No se puede ser hijo de Dios y creer en otros salvadores o maestros y no creer en Jesús, además hay que creer sólo en Él y no compartir el corazón con otros. 3. Para ser hijo de Dios hay que ser transformado y nombrado por Dios como tal. Los que le recibieron y creyeron en su nombre, recibieron potestad de ser hechos hijos de Dios. Recibir potestad es recibir poder o virtud; cuando alguien recibe a Jesús y cree en Él, de inmediato recibe el poder del Espíritu Santo para comenzar a cambiar su modo de vivir.
San Juan destaca en este fragmento de su carta, el gran amor que ha tenido Dios para con nosotros al considerarnos Sus hijos. No es poca cosa “que seamos llamados hijos de Dios”; es algo que reviste una importancia tremenda y nos hace distintos de todos los seres humanos que no llevan a Cristo dentro de sí.
2. Los cristianos somos desconocidos para el mundo.
Si usted dijera “yo soy un hijo de Dios”, probablemente recibiría una de estas reacciones de sus oyentes: a) dirían o pensarían que usted es un presumido que se cree superior, y tal vez le falta cordura; b) se defenderían diciendo que todos somos hijos de Dios y que no debemos ser jactanciosos en esto; c) pensarían que usted está en una secta en la que las personas se consideran “iluminados” o portadores de algo muy especial. Lo interesante es que la Sagrada Escritura nos enseña esto: “a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Ningún otro puede ser “hijo de Dios”, es la conclusión a la que llegó San Juan. ¿Quiénes podrían creer a su afirmación de que usted es un/a hijo/a de Dios? Sólo otros cristianos. Aquí reside el fundamento de la persecución, el mundo no reconoce a los cristianos como hijos de Dios; puede aceptarlos como portadores de una filosofía de vida o representantes de una religión, pero no como “hijos de Dios”. Por eso San Juan declara: “el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él.” (v.1). Mientras alguien no reconozca a Jesucristo como Señor y Salvador del mundo, no puede reconocer a Sus seguidores. Tal como tratan a nuestro Señor, nos tratarán a nosotros. Siempre seremos aquellos que creen en Jesús, los que practican una religión, los que son intransigentes y, a su juicio, estrechos al creer en un sólo libro, La Biblia.
Ahora, que hemos dejado atrás el pecado, que hemos renunciado a las tentaciones del mundo y rechazamos al diablo; ahora que hemos recibido y creído en Jesús, somos “hijos de Dios”. Esa es nuestra identidad. Si alguno de nosotros se está preguntando ¿quién soy yo?, la respuesta está aquí muy clara: “Amados, ahora somos hijos de Dios” (v.2). Soy un hijo de Dios y debo vivir como tal: a) actuando como un hijo de mi Padre, con Sus virtudes, con Su sabiduría, siguiendo Sus mandamientos; b) sintiendo la seguridad, la alegría y la satisfacción de ser un hijo de Dios, no derrotado, desesperanzado, triste ni amargado; c) conociendo Su Verdad, alimentando mi mente con ella y disfrutando cada día de esa esperanza.
3. Los cristianos seremos transformados a Su semejanza.
Para el mundo “aún no se ha manifestado lo que hemos de ser” (v.2). No decaigamos ni nos amarguemos porque el mundo no cree en nosotros ni en nuestro Dios. El deber de todo cristiano, además de vivir conforme a la doctrina del Evangelio, es anunciarlo y procurar que muchos le conozcan. Pero no siempre tendremos éxito en ello. Aquí San Juan nos está recordando que “aún no se ha manifestado lo que hemos de ser”, lo que no significa que no lo seamos. Si usted encuentra un gusano arrastrándose en el bosque, tal vez ni imagine que ese animal insignificante y feo, será en el futuro una bella mariposa volando libre sobre las flores; es que aún no se ha manifestado lo que habrá de ser. Como en el cuento de El Patito Feo, de H. Cristhian Andersen, nadie en su familia imaginó que el desabrido polluelo llegaría a ser el más bello cisne de la laguna. Lo que las personas, las organizaciones e incluso los animales, pueden llegar a ser en el futuro, la mayoría de las veces es un misterio. En este pasaje, el apóstol no sólo nos da esperanza sino seguridad de lo que somos y seremos: somos “hijos de Dios” y un día se manifestará lo que seremos. La manifestación no es para nosotros, puesto que ya tenemos la convicción de que hemos nacido de nuevo y somos nuevas criaturas; la manifestación es para el mundo.
4. Los cristianos Seremos testigos de Su gloria.
¿Y cuándo se realizará esa manifestación? Cuando Jesucristo venga a buscarnos. Si usted muere hoy o mañana, tendrá un lindo funeral, en el cual se recordará sus buenas acciones y la familia y amigos llorarán por su pérdida. Pero, aunque se diga que usted fue cristiano/a; aunque se le oficie un servicio religioso cristiano y aún más, aunque usted deje un excelente testimonio de vida, todavía no se manifestará en plenitud quien fue y es usted. Decimos “fue” porque acaba de morir; decimos “es” porque para Dios usted permanece con vida, “Dios no es Dios de muertos sino de vivos” (San Mateo 22:32). Tendremos que esperar la manifestación de nuestro Señor a este mundo, para que se manifieste quienes somos. Antes nada sucederá de sobrenatural o extraordinario a los ojos de este mundo, pues aún las manifestaciones del poder del Espíritu Santo a veces pasan desapercibidas a los incrédulos. Hay una suerte de incomunicación entre creyentes y no creyentes, una gran barrera que impide que ellos vean quienes somos nosotros. No ven a Jesucristo como el Hijo de Dios, y no pueden vernos a nosotros como “hijos de Dios”.
Continúa el Texto advirtiéndonos: “pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él” (v.2). Jesucristo vendrá a buscar primeramente a los suyos, Su pueblo, la Iglesia formada por todos los redimidos por Su sangre, los que creyeron en Él y le siguen. Algunos estarán vivos y otros ya habrán muerto. Primero resucitarán estos últimos y volarán a Su Presencia; segundo serán arrebatados, transportados o abducidos (las tres palabras significan lo mismo) los que estén vivos. Ambos grupos se reunirán con el Señor en las nubes. Los muertos adquirirán un cuerpo diferente al que tenían al morir; los vivos serán transformados a un cuerpo similar. El cuerpo de ambos será como el cuerpo que tiene Jesucristo desde Su resurrección, un cuerpo de gloria o cuerpo glorificado; un cuerpo sin las limitaciones de nuestro cuerpo caído y enfermo, nuestro cuerpo de muerte. Este será el inicio de la manifestación para el mundo. La gente no se enterará de nuestra transformación todavía, pero sí de la desaparición de millones de cadáveres y de la desaparición de millones de personas. Harán diversas hipótesis o explicaciones de esa desaparición, desde las más fantásticas hasta las de tipo político militar. Aún la manifestación de Jesucristo y la manifestación de los “hijos de Dios” no será completa para ellos, todavía habrá muchas dudas. La manifestación absoluta para ellos será cuando Jesucristo pise esta Tierra otra vez y venga con sus hijos a gobernarlo y establecer Su Reino por mil años. En ese momento se sabrá Quién es Él y quiénes somos nosotros, incuestionablemente.
Para nosotros, como discípulos de Jesucristo, el arrebatamiento de la Iglesia será la máxima manifestación de quienes somos “porque le veremos tal como él es” (v.2). Nunca antes le hemos visto como le veremos ese día. Hasta ahora le hemos visto por la fe, en nuestra creencia, en la oración, en la lectura y comentario de la Escritura, quizás alguno habrá tenido una “visión” de Él, pero verle cara a cara, nadie ha tenido aún esa experiencia. Le veremos en toda Su majestad y Señorío, en todo Su Poder y Gloria, le veremos y allí será quitada toda duda y todo temor de nosotros.
5. Los cristianos Vivimos en esperanza.
En la doctrina cristiana, la esperanza es una de las tres virtudes teologales, junto con la fe y el amor, y es aquella por la que se espera que Dios dé los bienes que ha prometido. Esperanza implica una absoluta seguridad de lo que tendremos en la eternidad. Quien tiene esperanza, espera pacientemente, sin dudar, como asegura San Pablo: "Porque en Esperanza estamos salvos; que la esperanza que se ve, no es Esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos" (Romanos 8:24,25). Lo que para otros puede parecer una fantasía o sueño, para el cristiano es toda una realidad, él espera "contra toda esperanza", contra todos los poderes y sucesos que parecen desenmascarar su esperanza y convertirla en sueño (Romanos 4:18). Lo que todo cristiano espera es la revelación de la gloria de Jesucristo, que implica la revelación de la gloria del cristiano en la resurrección de los muertos (San Juan 17:24). El apóstol San Pablo dice que los paganos no tienen esperanza (1 Tesalonicenses 4:13), mas asegura que la “creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto" esperando la manifestación de los cristianos (Romanos 8:18-25).
El sentido del texto que hoy examinamos es la esperanza que tenemos los “hijos de Dios”, los cuales seremos manifestados como tales al mundo, un día, cuando venga Jesucristo y seamos transformados a Su imagen. Dice San Juan: “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él” (v.3) refiriéndose a los creyentes y discípulos de Jesucristo. Nosotros somos aquellos que tenemos esta esperanza: a) la esperanza de que somos hijos de Dios, lo cual es más que nada un asunto de fe; b) la esperanza que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a él; c) la esperanza de que en Su manifestación le veremos tal como Él es; d) la esperanza de que seremos santificados completamente, así como él es puro. Esta esperanza debe ser una seguridad en el cristiano, la que debe conducirle invariablemente a esforzarse en una vida apartada para Jesucristo, una vida consagrada a Dios, una vida de permanente santificación.
Evidentemente en la Persona de Jesucristo ha sido encarnada la virtud de la Esperanza y Él es nuestra Esperanza de salvación eterna.
CONCLUSIÓN
La lección de hoy nos ha mostrado la importancia de vivir en esperanza. Hemos visto que los cristianos somos “hijos de Dios”, desconocidos para el mundo de hoy, pero que un día seremos transformados a la semejanza de Jesucristo, seremos testigos de Su gloria y el mundo será testigo de la manifestación de nuestra identidad. ¡Qué día glorioso y de victoria será aquél día! En definitiva: los discípulos de Jesucristo fundamos nuestra felicidad en la esperanza de que un día se manifestará quienes somos realmente.
¿Cómo podemos aplicar esta enseñanza de San Juan a nuestra vida? El mismo apóstol nos lo dice, el que tiene esta esperanza “se purifica a sí mismo, así como él es puro” (v.3). Esta esperanza nos conduce a esforzarnos en la santidad. No podemos aspirar a una vida eterna junto al Señor tres veces Santo, siendo pecadores. En nuestro ánimo ha de estar la lucha contra todo rasgo pecaminoso. Ciertamente hemos sido lavados por la sangre de Jesús y declarados libres de culpa, pero ello no nos exime de esforzarnos en la gracia, de cumplir los mandamientos de Dios y aspirar a Su santidad.
Por lo tanto:
1) Comencemos a vivir como verdaderos “hijos de Dios”, cultivando las virtudes de nuestro Padre Celestial y que Él nos muestra y refleja en Su Hijo Jesucristo.
2) No hagamos caso, no nos defraudemos ni amarguemos por el desconocimiento que tiene el mundo acerca de nuestra verdadera identidad.
3) Esperemos con regocijo y en oración aquél día maravilloso en que seremos transformados a la semejanza de Jesucristo.
4) Contemplemos desde ya, por fe, el día glorioso en que seremos testigos del regreso del Señor.
5) Busquemos diariamente la santidad, conociendo la voluntad de Dios, cultivando las virtudes de Jesucristo, limpiándonos de todo pecado y amando a Dios con todo nuestro corazón y fuerzas. Digamos como David, el pastorcillo ungido rey de Israel: “En cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; Estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza.” (Salmo 17:15).
BIBLIOGRAFÍA
1) http://www.mercaba.org/Fichas/ESPERANZA/esperanza_virtud_teologal.htm
Propósitos de la Charla: a) Aprender a vivir en esperanza; b) Asimilar el significado e importancia de ser llamado “hijo de Dios”; c) Aceptar y comprender la condición de “desconocidos para el mundo de hoy”; d) Asumir la esperanza de la manifestación de Jesucristo y los hijos de Dios; e) Vivir en santidad y en consecuencia con la esperanza cristiana.
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. / Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. / Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.” (1 Juan 3:1-3).
Hubo en Israel un joven de origen humilde y hermosa presencia, cuya ocupación fue atender los rebaños de su padre en las llanuras de Judá. Pasaba su tiempo, mientras vigilaba al carnero, con sus instrumentos musicales, la flauta y el arpa. Era muy valiente y se enfrentaba a las fieras salvajes. En cierta oportunidad con su propia mano y sin ayuda mató a palos a un león y a un oso, cuando intentaron atacar su rebaño. Mientras el joven se involucraba cada vez más con el trabajo de pastor, un sacerdote realizó una visita a su ciudad. Allí ofreció sacrificios y convocó a los ancianos de Israel y a la familia del joven. Allí el sacerdote y profeta reconoció en el joven pastorcillo al elegido de Dios, señalado para suceder en el trono al rey, quien se estaba alejando de los caminos del Señor. Le ungió entonces con aceite en su cabeza de acuerdo a la ley. Tras este suceso, regresó a su vida como pastor de ovejas, y el Espíritu del Señor le acompañó desde ese día en adelante, pero el Espíritu del Señor se alejó del rey. No mucho después de este suceso, el pastor fue enviado a calmar con su arpa el atormentado espíritu del rey, quien sufría los ataques de un espíritu malo. El joven logró dar alivio al rey con su arpa de forma que este comenzó a sentir afecto por él. Después de esto, destacó en las guerras contra los enemigos filisteos. Ya un joven, venció a un gigante campeón de los filisteos sólo con su honda y sin armadura. Cortó la cabeza del gigante con su propia espada. El resultado fue una gran victoria para los israelitas. Sin embargo, la popularidad que el joven consiguiera con su heroísmo despertó los celos del rey, la cual se hizo notar en varias formas. Fue creciendo en el rey un odio hacia la persona de David, y urdió varias estrategias para acabar con su vida. No obstante, todos los complots del cada vez más enfurecido rey fueron inútiles. La admiración del pueblo por el joven héroe aumentaba, al igual que la del hijo del rey con quien tenía una profunda amistad. El rey llegó al extremo de ordenar a todos sus ejércitos mandar a matar al joven pastor y músico sea donde fuera, lo que le obligó a esconderse y huir. Durante largo tiempo la vida de este muchacho sería la de un fugitivo. Había sido ungido por el sacerdote y profeta, llevaba en sí la unción de rey, pero nadie le reconocía como tal, ni él mismo acertaba a comprenderlo. Tendría que sufrir mucho y formar su carácter para llegar a ejercer el llamado que Dios había hecho a su vida. Un día habría de manifestarse quien era él, mientras tanto sólo viviría en esperanza. Esta es la historia del joven David y el rey Saúl (1 Samuel 16, 17, 18)
En varios aspectos se parece este relato a la vida de los cristianos de hoy, que hemos sido ungidos por el Espíritu Santo y llevamos Su poder en nosotros, mas no siempre es manifestado ese poder; que hemos sido nombrados reyes por Dios, pero no gobernamos en este mundo; que sufrimos persecución, burla y rechazo hoy día pero un día será manifestada nuestra verdadera identidad. Así como David tenía una identidad de rey escondida, los cristianos guardamos nuestra identidad de reyes y sacerdotes de Jesucristo, hasta el día de su plena manifestación.
La felicidad humana, según la Sagrada Escritura, se funda primeramente en el temor de Dios y la obediencia a Sus mandamientos, o sea la Sabiduría de Dios. Jesucristo es la encarnación de esa Sabiduría Divina. Hoy veremos un segundo aspecto clave para nuestra felicidad eterna: la Esperanza.
Los discípulos de Jesucristo fundamos nuestra felicidad en la esperanza de que un día se manifestará quienes somos realmente.
1. Los cristianos somos “hijos de Dios”.
La primera epístola de San Juan fue escrita en Éfeso, para ser leída en las iglesias del Asia Menor. Su propósito es recordarles a los discípulos que Dios nos les ha dado vida eterna, la cual se encuentra en Su Hijo; por lo tanto para tener la vida hay que tener a Jesucristo (1 San Juan 5:11,12).
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre” (v.1) apunta el apóstol San Juan. Él era el menor de los apóstoles, los discípulos más cercanos a Jesús, y aquella experiencia de convivir con el Maestro había dejado profundas huellas en su vida. San Juan conoce a Jesucristo, sabe quien es él: el Verbo de Dios, el Hijo de Dios hecho hombre. Sabe, también, que en él, en Jesús, se ha demostrado el gran amor de Dios para con la Humanidad. Es clásico el pasaje en que manifiesta: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo Unigénito para que todo aquel que en él crea no se pierda, mas tenga vida eterna” (San Juan 3:16). Una vez más está haciendo una declaración similar: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre”. Es necesario que todo cristiano y cristiana tome conciencia del gran amor de Dios. El Padre nos muestra Su amor de muchas formas: a) dándonos vida y prolongando nuestros días saludables en esta tierra; b) concediéndonos una familia formada por padres, esposo/a, hijos y nietos; c) ofreciéndonos trabajo y todo tipo de actividades útiles para nuestro desarrollo personal integral; d) satisfaciendo nuestras necesidades básicas de alimento, vestuario, habitación, etc., por nombrar algunos de sus numerosos beneficios para con nosotros.
Pero en este versículo está indicando otro beneficio, quizás más importante que todos los anteriores:
“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (v.1). Tenemos un privilegio superior al de cualquier ser humano. Recordemos lo que el mismo San Juan expresa en su Evangelio: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (San Juan 1:12). No cualquier persona sobre esta tierra puede decir “yo soy hijo de Dios”. De un modo genérico cualquier ser humano puede afirmar “soy un/a hijo/a de Dios” en el sentido de que todos somos seres creados por Él. Pero en el sentido bíblico ser un hijo de Dios implica tener las mismas virtudes del Padre. Lo que a una persona la identifica como hijo o hija de otro es cierto parecido, mayor o menor, al progenitor. Lo que distingue a nuestro Dios es su enorme sabiduría; si usted vive de acuerdo a Su sabiduría, es probable que sea un hijo de Dios. A Dios lo distingue Su justicia; un hijo de Dios es aquél que es considerado justo por Dios, el que ha sido justificado y actúa en justicia. Otra característica de Dios es la santidad; Él nos ha declarado santos y nosotros buscamos vivir santamente para ser agradables en Su Presencia, aunque sabemos que somos pecadores, pero nos ha sido imputada la santidad de Jesucristo. Otra característica o virtud de Dios es la verdad, Él mismo es la personificación de la Verdad; quien se comporta con verosimilitud, quien es verdadero, asertivo, franco, honesto, es probable que sea un hijo de Dios siguiendo a Jesucristo, el Testigo Fiel y Verdadero. El verso que nos ocupa declara varios asuntos relativos a ser hijo de Dios. 1. Para ser hijo de Dios hay que recibirlo. Si usted no ha recibido a Jesucristo en su casa, esto es en su interior, si no ha hecho una apertura de su corazón para anidarlo dentro de usted, no puede ser hijo, sólo es una criatura. 2. Para ser hijo de Dios hay que creer en Jesucristo. No se puede ser hijo de Dios y creer en otros salvadores o maestros y no creer en Jesús, además hay que creer sólo en Él y no compartir el corazón con otros. 3. Para ser hijo de Dios hay que ser transformado y nombrado por Dios como tal. Los que le recibieron y creyeron en su nombre, recibieron potestad de ser hechos hijos de Dios. Recibir potestad es recibir poder o virtud; cuando alguien recibe a Jesús y cree en Él, de inmediato recibe el poder del Espíritu Santo para comenzar a cambiar su modo de vivir.
San Juan destaca en este fragmento de su carta, el gran amor que ha tenido Dios para con nosotros al considerarnos Sus hijos. No es poca cosa “que seamos llamados hijos de Dios”; es algo que reviste una importancia tremenda y nos hace distintos de todos los seres humanos que no llevan a Cristo dentro de sí.
2. Los cristianos somos desconocidos para el mundo.
Si usted dijera “yo soy un hijo de Dios”, probablemente recibiría una de estas reacciones de sus oyentes: a) dirían o pensarían que usted es un presumido que se cree superior, y tal vez le falta cordura; b) se defenderían diciendo que todos somos hijos de Dios y que no debemos ser jactanciosos en esto; c) pensarían que usted está en una secta en la que las personas se consideran “iluminados” o portadores de algo muy especial. Lo interesante es que la Sagrada Escritura nos enseña esto: “a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Ningún otro puede ser “hijo de Dios”, es la conclusión a la que llegó San Juan. ¿Quiénes podrían creer a su afirmación de que usted es un/a hijo/a de Dios? Sólo otros cristianos. Aquí reside el fundamento de la persecución, el mundo no reconoce a los cristianos como hijos de Dios; puede aceptarlos como portadores de una filosofía de vida o representantes de una religión, pero no como “hijos de Dios”. Por eso San Juan declara: “el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él.” (v.1). Mientras alguien no reconozca a Jesucristo como Señor y Salvador del mundo, no puede reconocer a Sus seguidores. Tal como tratan a nuestro Señor, nos tratarán a nosotros. Siempre seremos aquellos que creen en Jesús, los que practican una religión, los que son intransigentes y, a su juicio, estrechos al creer en un sólo libro, La Biblia.
Ahora, que hemos dejado atrás el pecado, que hemos renunciado a las tentaciones del mundo y rechazamos al diablo; ahora que hemos recibido y creído en Jesús, somos “hijos de Dios”. Esa es nuestra identidad. Si alguno de nosotros se está preguntando ¿quién soy yo?, la respuesta está aquí muy clara: “Amados, ahora somos hijos de Dios” (v.2). Soy un hijo de Dios y debo vivir como tal: a) actuando como un hijo de mi Padre, con Sus virtudes, con Su sabiduría, siguiendo Sus mandamientos; b) sintiendo la seguridad, la alegría y la satisfacción de ser un hijo de Dios, no derrotado, desesperanzado, triste ni amargado; c) conociendo Su Verdad, alimentando mi mente con ella y disfrutando cada día de esa esperanza.
3. Los cristianos seremos transformados a Su semejanza.
Para el mundo “aún no se ha manifestado lo que hemos de ser” (v.2). No decaigamos ni nos amarguemos porque el mundo no cree en nosotros ni en nuestro Dios. El deber de todo cristiano, además de vivir conforme a la doctrina del Evangelio, es anunciarlo y procurar que muchos le conozcan. Pero no siempre tendremos éxito en ello. Aquí San Juan nos está recordando que “aún no se ha manifestado lo que hemos de ser”, lo que no significa que no lo seamos. Si usted encuentra un gusano arrastrándose en el bosque, tal vez ni imagine que ese animal insignificante y feo, será en el futuro una bella mariposa volando libre sobre las flores; es que aún no se ha manifestado lo que habrá de ser. Como en el cuento de El Patito Feo, de H. Cristhian Andersen, nadie en su familia imaginó que el desabrido polluelo llegaría a ser el más bello cisne de la laguna. Lo que las personas, las organizaciones e incluso los animales, pueden llegar a ser en el futuro, la mayoría de las veces es un misterio. En este pasaje, el apóstol no sólo nos da esperanza sino seguridad de lo que somos y seremos: somos “hijos de Dios” y un día se manifestará lo que seremos. La manifestación no es para nosotros, puesto que ya tenemos la convicción de que hemos nacido de nuevo y somos nuevas criaturas; la manifestación es para el mundo.
4. Los cristianos Seremos testigos de Su gloria.
¿Y cuándo se realizará esa manifestación? Cuando Jesucristo venga a buscarnos. Si usted muere hoy o mañana, tendrá un lindo funeral, en el cual se recordará sus buenas acciones y la familia y amigos llorarán por su pérdida. Pero, aunque se diga que usted fue cristiano/a; aunque se le oficie un servicio religioso cristiano y aún más, aunque usted deje un excelente testimonio de vida, todavía no se manifestará en plenitud quien fue y es usted. Decimos “fue” porque acaba de morir; decimos “es” porque para Dios usted permanece con vida, “Dios no es Dios de muertos sino de vivos” (San Mateo 22:32). Tendremos que esperar la manifestación de nuestro Señor a este mundo, para que se manifieste quienes somos. Antes nada sucederá de sobrenatural o extraordinario a los ojos de este mundo, pues aún las manifestaciones del poder del Espíritu Santo a veces pasan desapercibidas a los incrédulos. Hay una suerte de incomunicación entre creyentes y no creyentes, una gran barrera que impide que ellos vean quienes somos nosotros. No ven a Jesucristo como el Hijo de Dios, y no pueden vernos a nosotros como “hijos de Dios”.
Continúa el Texto advirtiéndonos: “pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él” (v.2). Jesucristo vendrá a buscar primeramente a los suyos, Su pueblo, la Iglesia formada por todos los redimidos por Su sangre, los que creyeron en Él y le siguen. Algunos estarán vivos y otros ya habrán muerto. Primero resucitarán estos últimos y volarán a Su Presencia; segundo serán arrebatados, transportados o abducidos (las tres palabras significan lo mismo) los que estén vivos. Ambos grupos se reunirán con el Señor en las nubes. Los muertos adquirirán un cuerpo diferente al que tenían al morir; los vivos serán transformados a un cuerpo similar. El cuerpo de ambos será como el cuerpo que tiene Jesucristo desde Su resurrección, un cuerpo de gloria o cuerpo glorificado; un cuerpo sin las limitaciones de nuestro cuerpo caído y enfermo, nuestro cuerpo de muerte. Este será el inicio de la manifestación para el mundo. La gente no se enterará de nuestra transformación todavía, pero sí de la desaparición de millones de cadáveres y de la desaparición de millones de personas. Harán diversas hipótesis o explicaciones de esa desaparición, desde las más fantásticas hasta las de tipo político militar. Aún la manifestación de Jesucristo y la manifestación de los “hijos de Dios” no será completa para ellos, todavía habrá muchas dudas. La manifestación absoluta para ellos será cuando Jesucristo pise esta Tierra otra vez y venga con sus hijos a gobernarlo y establecer Su Reino por mil años. En ese momento se sabrá Quién es Él y quiénes somos nosotros, incuestionablemente.
Para nosotros, como discípulos de Jesucristo, el arrebatamiento de la Iglesia será la máxima manifestación de quienes somos “porque le veremos tal como él es” (v.2). Nunca antes le hemos visto como le veremos ese día. Hasta ahora le hemos visto por la fe, en nuestra creencia, en la oración, en la lectura y comentario de la Escritura, quizás alguno habrá tenido una “visión” de Él, pero verle cara a cara, nadie ha tenido aún esa experiencia. Le veremos en toda Su majestad y Señorío, en todo Su Poder y Gloria, le veremos y allí será quitada toda duda y todo temor de nosotros.
5. Los cristianos Vivimos en esperanza.
En la doctrina cristiana, la esperanza es una de las tres virtudes teologales, junto con la fe y el amor, y es aquella por la que se espera que Dios dé los bienes que ha prometido. Esperanza implica una absoluta seguridad de lo que tendremos en la eternidad. Quien tiene esperanza, espera pacientemente, sin dudar, como asegura San Pablo: "Porque en Esperanza estamos salvos; que la esperanza que se ve, no es Esperanza. Porque lo que uno ve, ¿cómo esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, en paciencia esperamos" (Romanos 8:24,25). Lo que para otros puede parecer una fantasía o sueño, para el cristiano es toda una realidad, él espera "contra toda esperanza", contra todos los poderes y sucesos que parecen desenmascarar su esperanza y convertirla en sueño (Romanos 4:18). Lo que todo cristiano espera es la revelación de la gloria de Jesucristo, que implica la revelación de la gloria del cristiano en la resurrección de los muertos (San Juan 17:24). El apóstol San Pablo dice que los paganos no tienen esperanza (1 Tesalonicenses 4:13), mas asegura que la “creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto" esperando la manifestación de los cristianos (Romanos 8:18-25).
El sentido del texto que hoy examinamos es la esperanza que tenemos los “hijos de Dios”, los cuales seremos manifestados como tales al mundo, un día, cuando venga Jesucristo y seamos transformados a Su imagen. Dice San Juan: “Y todo aquel que tiene esta esperanza en él” (v.3) refiriéndose a los creyentes y discípulos de Jesucristo. Nosotros somos aquellos que tenemos esta esperanza: a) la esperanza de que somos hijos de Dios, lo cual es más que nada un asunto de fe; b) la esperanza que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a él; c) la esperanza de que en Su manifestación le veremos tal como Él es; d) la esperanza de que seremos santificados completamente, así como él es puro. Esta esperanza debe ser una seguridad en el cristiano, la que debe conducirle invariablemente a esforzarse en una vida apartada para Jesucristo, una vida consagrada a Dios, una vida de permanente santificación.
Evidentemente en la Persona de Jesucristo ha sido encarnada la virtud de la Esperanza y Él es nuestra Esperanza de salvación eterna.
CONCLUSIÓN
La lección de hoy nos ha mostrado la importancia de vivir en esperanza. Hemos visto que los cristianos somos “hijos de Dios”, desconocidos para el mundo de hoy, pero que un día seremos transformados a la semejanza de Jesucristo, seremos testigos de Su gloria y el mundo será testigo de la manifestación de nuestra identidad. ¡Qué día glorioso y de victoria será aquél día! En definitiva: los discípulos de Jesucristo fundamos nuestra felicidad en la esperanza de que un día se manifestará quienes somos realmente.
¿Cómo podemos aplicar esta enseñanza de San Juan a nuestra vida? El mismo apóstol nos lo dice, el que tiene esta esperanza “se purifica a sí mismo, así como él es puro” (v.3). Esta esperanza nos conduce a esforzarnos en la santidad. No podemos aspirar a una vida eterna junto al Señor tres veces Santo, siendo pecadores. En nuestro ánimo ha de estar la lucha contra todo rasgo pecaminoso. Ciertamente hemos sido lavados por la sangre de Jesús y declarados libres de culpa, pero ello no nos exime de esforzarnos en la gracia, de cumplir los mandamientos de Dios y aspirar a Su santidad.
Por lo tanto:
1) Comencemos a vivir como verdaderos “hijos de Dios”, cultivando las virtudes de nuestro Padre Celestial y que Él nos muestra y refleja en Su Hijo Jesucristo.
2) No hagamos caso, no nos defraudemos ni amarguemos por el desconocimiento que tiene el mundo acerca de nuestra verdadera identidad.
3) Esperemos con regocijo y en oración aquél día maravilloso en que seremos transformados a la semejanza de Jesucristo.
4) Contemplemos desde ya, por fe, el día glorioso en que seremos testigos del regreso del Señor.
5) Busquemos diariamente la santidad, conociendo la voluntad de Dios, cultivando las virtudes de Jesucristo, limpiándonos de todo pecado y amando a Dios con todo nuestro corazón y fuerzas. Digamos como David, el pastorcillo ungido rey de Israel: “En cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; Estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza.” (Salmo 17:15).
BIBLIOGRAFÍA
1) http://www.mercaba.org/Fichas/ESPERANZA/esperanza_virtud_teologal.htm
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